Autor y autoría en la obra de Alfonso X

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    Corinne MENCÉ-CASTER

    Univ. Bordeaux Montaigne, AMERIBER – EREMM

    Author and authorship in Alfonso X's works

     

     

    ABSTRACT:The notion of author seems to be of little relevance in the world of medieval writing, dominated by the imaginary of auctoritas. This article aims to describe the complex relationship of the medieval writer to the written word and the various enunciative positions that result from it, according to a certain hierarchy. It thus proposes to reflect on the way in which Alfonso X, as king, invested the authority of writing in order to elaborate a historiographic discourse in accordance with his political project, thus drawing a place for an "authorship".

     

    Keywords: Middle Ages; Authority; Authorship; King; Historiography

     

     

     

    Auteur et "auteurité" dans l’œuvre d’Alphonse X

    RÉSUMÉ :La notion d’auteur semble peu pertinente dans le monde de l’écriture médiévale, dominé par l’imaginaire de l’auctoritas. Le présent article entend décrire le rapport complexe du scripteur médiéval à l’écrit et les diverses positions énonciatives qui en découlent, selon une hiérarchie déterminée. Il se propose ainsi de réfléchir à la manière dont Alphonse X, en tant que roi, a investi l’autorité d’écriture pour élaborer un discours historiographique conforme à son projet politique, dessinant alors une place pour une “auteurité”.

     

    Mots clés : Moyen Âge ; Autorité ; Auteurité ; Roi ; Historiographie.

     

     

     

    Autor y autoría en la obra de Alfonso X

    RESUMEN: La noción de autor parece ser poco relevante en el mundo de la escritura medieval, dominado por el imaginario de la “auctoritas”. Este artículo pretende describir la compleja relación del escritor medieval con lo escrito y las diversas posiciones enunciativas que se derivan de ella, según una determinada jerarquía. Se propone así reflexionar sobre el modo en que Alfonso X, como rey, se apoderó de la autoridad a nivel de la escritura para elaborar un discurso historiográfico acorde con su proyecto político, dibujando así un lugar para una verdadera autoría.

     

    Palabras clave : Edad Media ; Autoridad ; Autoría ; Rey; Historiografía..

     

    Autor y autoría en la obra de Alfonso X

    Corinne MENCÉ-CASTER

    Sorbonne Université, RELIR-CLEA (UR 4083)

     

     

     

    La noción de autor con la que estamos tan familiarizados hoy en día no siempre existió como tal. Por eso no es evidente, en la Edad Media, declararse "autor" de un texto, ni pretender haber realizado una obra original. Por eso es muy importante situar la producción de Alfonso X en el contexto cultural e intelectual en el que se produjo, reflexionando sobre la relación entre autor y autoridad, a partir de los siguientes cuatro términos: auctor, auctoritas, autoridad, autoría.

    En primer lugar, debemos comprender que toda autoridad es delegada por Dios (auctoritas divina) y que participar en la creación de algo, y en particular de un texto, equivale a participar en la creación divina, lo que es un acto reservado sólo a un pequeño número de elegidos.

     

    1. El problema de la delegación de la auctoritas divina y el reconocimiento de la auctoritas humana

    La cuestión de la delegación de la auctoritas divina está, pues, en el centro de nuestra reflexión, ya que se trata de saber a quién confía Dios el poder de crear conocimiento. Esta cuestión sólo tiene sentido si nos remitimos a la concepción medieval del mundo como un conjunto ordenado jerárquicamente, en el que cada elemento está en el lugar que le asignó el Creador, según su grado de perfección. La relación del "intelectual" medieval con la escritura, como veremos, depende de esta concepción del universo, por lo que conviene, a partir de ahora, prestar especial atención a los términos que se utilizarán para referirse a todos los que están implicados en el acto de "producir" un texto. Además, el propio término "texto" también es problemático. Según Bernard Cerquiglini, la palabra Didas debería reservarse para la Biblia, que es el único texto cerrado y estable:

    On comprend que le terme de texte soit mal applicable à ces œuvres. Il n’est qu’un texte au Moyen Âge. À partir du XIe siècle, note Du Cange (c’est-à-dire à l’heure du plein développement de l’écrit), textus désigne de plus en plus exclusivement le codex Evangiliorum : tiste, en français, attesté vers 1120, puis refait en texte (c’est un mot savant), signifie « livre d’évangile ». Ce texte, c’est la Bible, parole de Dieu, immuable, que l’on peut certes gloser mais non pas récrire. Énoncé stable et fini, structure close : textus (participe passé de texere) est ce qui a été tissé, tressé, entrelacé, construit ; c’est une trame (Cerquiglini, 1989: 59).

    Gérard Leclerc, en su obra sobre la historia de la autoridad, señala esta ruptura entre dos universos escriturales que, aunque estrechamente relacionados, parecen irreconciliables:

    L’écriture sainte est donc tenue, dans un premier temps, pour langage de Dieu, écrit de sa main, par l’intermédiaire d’une plume humaine. Qu’on évoque le deuxième verset du Psaume (44, 2) qui fait autorité en la matière  «  Ma langue est la plume d’un scribe qui écrit vélocement » (Leclerc, 1996: 105).

    De ello se desprende, que sólo se tiene en cuenta la auctoritas divina. Dios es el auctor por excelencia y, como tal, deja poco espacio para la auctoritas humana.

    ¿Qué consecuencias tiene esto para la propia forma de abordar la auctoritas humana?

    De lo dicho se deduce que mientras sólo se tenga en cuenta el sentido alegórico, y por tanto espiritual, del texto, soplado directamente por Dios, no cabe la auctoritas humana, siendo el escriba sólo el que copia las palabras que le sopla Dios y que inscribe el sentido literal (es decir, el de la letra). Dado que el significado literal no cuenta (San Agustín (1962) habla de "significado carnal" o "corporal"), el papel del escriba humano no tiene ningún valor.

    Así pues, nos vemos obligados a postular, en la Edad Media, pero también en toda la historia de la hermenéutica, un conflicto latente entre el reconocimiento de una auctoritas humana y un significado alegórico. Para que la auctoritas humana sea tenida en cuenta, el significado literal debe adquirir relevancia.

    ¿Cómo se produjo entonces el reconocimiento de una auctoritas humana, sabiendo que fue a partir de este reconocimiento que surgió un pensamiento del autor tal como lo conocemos hoy?

    Con los prólogos de los comentarios sagrados y profanos, que retoman patrones de la Antigüedad, aparece, entre los siglos XII y XIII, un reconocimiento, primero tímido, luego más firme, del papel del "escriba" humano en la inscripción del texto sagrado o profano. Los prólogos debían ser el lugar donde surgiera una forma de atención al escriba humano: interesaba la vida del autor (elementos biográficos) y, por tanto, en cierta medida, la persona que establecía el texto, lo organizaba y lo estructuraba.

    En su forma abreviada, los prólogos suelen contener sólo tres elementos: persona, locus, tempus. Sin embargo, el progresivo interés mostrado por la vida del "escriba" humano anuncia ya el cuestionamiento de la primacía de la interpretación alegórica del texto sagrado o profano. A partir de ahora, con el interés que se afirma en el sentido literal, este "escriba" ya no será visto sólo como una simple "mano" que escribe bajo el dictado de Dios. Por lo tanto, se va rechazando la idea de que el "escriba" es sólo la pluma de Dios.

    Este cambio comenzó en el siglo XII con Hugues de Saint-Victor, que en su Didascalicon (1854) se comprometió a denunciar los excesos de una exégesis a menudo demasiado alegórica. Refiriéndose a la doctrina oficial de la alegoría desarrollada por San Agustín en su Doctrina Cristiana, nos recuerda que la Biblia contiene también un sentido literal ligado al significado de las palabras, que debe ser respetado restituyéndole toda su importancia al sensus auctoris, (es decir, esta vez, a la intención del auctor humano, en contraposición al auctor divino).

    Ahora bien, referirse a la intención del auctor humano es reconocer que éste desempeña un papel en la inscripción del "sentido" del texto sagrado. Para Santo Tomás (Thomas d’Aquin, 1882-1906), el sujeto del discurso bíblico es tanto un autor inspirado (causa instrumental) como Dios o el Logos (causa principal).

    Esta tímida consideración de la intención del auctor (humano) se encuentra más claramente formulada en Abelardo. En Sic et non (Abélard, 1854), éste se apoya en los conflictos de interpretación entre las auctoritates para reflexionar sobre la parte de responsabilidad humana en la inscripción del texto sagrado. Al mostrar la falibilidad de la interpretación humana (incluso los Padres de la Iglesia pueden cometer errores, el propio San Agustín lo admite), Abelardo revela que la inspiración divina no controla toda la inscripción del texto sagrado, es decir, que el auctor humano también desempeña un papel. Este reconocimiento, todavía difuso en el siglo XII, se afirma más claramente en el siglo XIII, gracias al desarrollo de una nueva hermenéutica, basada en el advenimiento del prólogo, de tipo aristotélico.

    El prólogo aristotélico, desglosado en cuatro epígrafes que corresponden a las cuatro causas principales que rigen todas las actividades y todos los acontecimientos, propone una nueva articulación de esta teoría emergente del "autor". La causa efficiens nos interesa más directamente porque, al representar lo que hace ser al texto, define al auctor como aquel que se expresa en el sentido literal, al tiempo que manifiesta sus cualidades de estilo (causa formalis). Al presentarse como la fuerza motriz que hace que el texto se produzca, el "autor" humano que es el auctor conquista su lugar junto al auctor divino, lo que lleva a reconocer dos categorías (humana y divina) de auctores.

    La auctoritas divina, que constituía el objetivo último de los alegoristas, fue sustituida por una atención más sostenida al sentido literal de los textos y, en consecuencia, a las cualidades de estilo y estructura que varían según el auctor humano. Fue entonces cuando se asistió realmente a la génesis de una auctoritas humana que vino a superponerse, en los textos bíblicos, a la auctoritas divina.

     

    En resumidas cuentas, se pueden destacar los siguientes elementos :

    -la centralidad del Libro Sagrado que es, en la Edad Media, el texto por excelencia ;

    -el hecho de que el autor del Libro Sagrado, es decir, Dios, es quien "deposita" un significado oculto en el texto, un significado alegórico que remite a la lectura espiritual del texto ;

    -el escriba, responsable del sentido literal, es visto como un instrumento de Dios, como su pluma. El significado literal no parece ser relevante ;

    -la Iglesia ha establecido el canon de las escrituras inspiradas; por "escritura inspirada" se entiende la escritura inspirada por Dios (auctoritas divina) y dictada por Él a un escriba que la pone en palabras. Una vez establecido este canon, comienza el momento del comentario y, por tanto, de la exégesis.

    -no todo el mundo tiene derecho a glosar el texto bíblico. Este privilegio está reservado a una élite muy reducida, debido a lo que hemos dicho sobre la concepción del universo como un conjunto jerárquicamente ordenado en el que cada persona está en el lugar que le ha asignado Dios, según su grado de perfección.

    -en cualquier caso, dado que la capacidad de "saber" no es dada a todos, ya que presupone un largo aprendizaje y unas "técnicas" adecuadas, se deduce que no todos los hombres tienen la misma capacidad de comprensión y sabiduría. Es necesario, pues, contar con "mediadores" simbólicos en los que Dios delega la auctoritas divina para descifrar el lenguaje que Él, como creador, dirige a los hombres. Estos mediadores se llaman "auctores".

    -los auctores humanos son de dos tipos: los que están "inspirados" por Dios y que escriben bajo su dictado (causa efficiens; causa formalis) ; inscriben el sentido literal del texto, gracias al cual se puede acceder al sentido alegórico, y como los Padres de la Iglesia, son reconocidos como capaces de comentar el texto bíblico. Este reconocimiento de la auctoritas humana se logró lentamente, gracias al estudio de los prólogos de los comentarios sagrados, que permitieron dar visibilidad a los escritores humanos.

     

    2. De la auctoritas a la autoridad: la mediación de los auctores

    La importancia concedida al comentario como desciframiento del mensaje bíblico, como "camino hacia la sabiduría" y, por tanto, como "retorno a Dios", explica la primacía concedida a la búsqueda del conocimiento, y especialmente al conocimiento teórico y a la mediación de la Iglesia como relevo indispensable entre Dios y los hombres. En efecto, este "oscurecimiento" de la Palabra constituye un peligro para el "lector" no "iniciado", es decir, no "llamado". Señalemos simplemente que, en su sentido etimológico, el término « Iglesia » (ekklesia) significa "llamada", "convocatoria". Dios, por el don de su gracia, llama a los ministros encargados de recoger su Palabra y perpetuar su mensaje evitando toda deriva interpretativa. La Iglesia, como institución, se convierte así en garante de la Verdad del mensaje, de esa sabiduría del Evangelio que es la sabiduría de Dios en su secreto y que Él quiere revelar, por medio del Espíritu Santo, a los que ha elegido. Como Pablo en el camino a Damasco.

    Esta epistemología del conocimiento como "tesoro escondido" se refiere, pues, al conocimiento como poder : poder de sabiduría si el mensaje se recibe sin distorsiones, poder subversivo si hay una deriva interpretativa. De ahí la necesidad de la mediación simbólica, que consagra el papel preeminente concedido a los auctores humanos, tanto como justifica el importante lugar que los Padres de la Iglesia concedieron a las artes liberales, como fuente incomparable de una sólida formación cultural e intelectual, llegando incluso a considerarlas como una "invención divina".

     

    2.1 ¿Cuáles son las artes liberales que contribuyen a la formación intelectual de los auctores?

    Debemos remitirnos a la clasificación que propone Hugues de Saint-Victor en su Didascalicon entre las ciencias "lógicas" (gramática, retórica, dialéctica) y las ciencias "teóricas" (teología, matemáticas, astronomía y música) que estudian la verdad. Para comprender bien las Escrituras, el intelectual cristiano debía estar bien formado en gramática, dominar el arte de la retórica y la dialéctica, conocer el latín, el griego y, si era posible, el hebreo, y tener conocimientos de aritmética, etc. Estas disciplinas, relacionadas con los verbos 'discere' (aprender) y 'scire' (conocer), constituyen la base de una cultura intelectual que considera que todo debe someterse a la teología, 'ciencia de lo divino'. Es evidente, pues, que si se aprende, es ante todo para conocer mejor a Dios, y las disciplinas mencionadas contribuyen todas a asegurar el desciframiento de la verdad divina oculta bajo la letra del texto bíblico.

    Sin embargo, algunos de ellos tienen un mayor valor operativo. Partiendo de la idea agustiniana del homo dúplex (hombre interior y exterior), queda muy claro que el homo exterior, más relacionado con las artes mecánicas (techné), queda al margen del camino que conduce a la verdadera sabiduría, porque estas artes están demasiado apegadas a lo sensible, a la mano del hombre, para ponerlo a uno en el camino de la Verdad.

    La consecuencia es que, en la concepción agustiniana, sólo el ejercicio de la inteligencia abstracta conduce a la sabiduría. El conocimiento y la sabiduría están inexorablemente unidos y si, como se ha dicho, la inteligencia y el arte del hombre han de ser celebrados en su totalidad, corresponde al homo interior, formado en las disciplinas del pensamiento, la razón y las artes liberales, emprender esta búsqueda especulativa de la verdad, de la que la Lectura del Libro, y por tanto el desciframiento del mensaje divino, es la piedra angular.

     

    2.1.1 La superioridad del homo interior

    La fortísima articulación entre el conocimiento "teórico" y la sabiduría revelada circunscribe un lugar vacío, que ya no puede ser el del Filósofo (en el sentido platónico), pues la teoría de la Gracia, centrada en la figura de Cristo, crea una brecha infranqueable entre la fe y la filosofía (aunque esta última pueda ayudar a la primera). En estas condiciones en las que el conocimiento forma un bucle -viene de Dios, revela a Dios e incluso es capaz de hacer a uno "divino"- y de acuerdo con lo que dice San Agustín, el deseo de conocer se confunde entonces con el amor a Dios y la superioridad del homo interior se hace incontestable, sabiendo que los auctores humanos son unas figuras ineludibles.

    El lento reconocimiento de una auctoritas humana fue posible gracias a la progresiva puesta en evidencia de la importancia del sentido literal. Así, San Buenaventura (1934-1949) señala que el auctor humano, como ser inspirado, posee una intención propia (causa finalis) que se expresa mediante el sentido literal. Pero, recordemos claramente que el auctor humano, movido y motor (movens et mota), se apoya también en una causa primera (Dios), motor no movido (movens et non mota) que asume toda la responsabilidad de la doctrina contenida en el texto. En este sentido, el auctor humano puede considerarse un operador, un instrumento. Pero como Dios no escribió el libro con su propia mano, y como son las propias palabras del auctor las que revisten el texto y establecen su significado literal, es su intención la que está contenida en él, aunque esta intención, se cree, permanece en conformidad con la inspiración divina. De hecho, el auctor también goza, dentro de su sumisión, de cierta independencia.

    ¿Cómo se expresa esta independencia?

    Debemos volver a la etimología de la palabra auctor. Una cierta tradición filológica que se remonta a Conrad de Hirschau ha asociado la palabra auctor con el vocablo latino augere, considerando que el auctor es el que "aumenta el conocimiento".

    Emile Benveniste cuestiona esta asimilación entre auctor y "aumento del conocimiento". Según él, el auctor es en primer lugar el que crea el conocimiento y aumenta el mundo con este conocimiento. Deduciendo que el significado primario de augeo no es el de "aumentar", Benveniste se apoya en la raíz aug- que, en indoiranio, designa "un poder de naturaleza y eficacia particulares, un atributo que tienen los dioses", para postular que el significado primario de augeo sería no tanto "aumentar" como "promover", "tomar una iniciativa", "producir primero". En sus usos antiguos, augeo designa el acto creativo que es obra de los dioses y de las potencias naturales, pero no de los hombres, ya que supone producir fuera de su seno. Derivado de augere, encontramos auctor, el nombre del agente de augere.

    Desde esta perspectiva, traducir augeo por "aumentar" equivale a promover un significado débil, incluso derivado, porque el "aumento" en cuestión procede en realidad de esta "creación" de algo que se añade a lo ya existente y lo "aumenta". Tal es el poder de la palabra pronunciada con autoridad y que hace que la ley exista. El auctor es, por lo tanto, el que posee este raro poder "creador" y que, a causa de este poder, puede y debe ser considerado como el garante de la obra que trae a la existencia "produciéndola a la existencia".

    José-Luis Díaz parece validar tal hipótesis cuando subraya la inherencia de la función creativa:

    Recordemos simplemente que la palabra "autor" viene de "augeo", que significa "aumentar", con la idea de que este "aumento" es, no una simple adición, sino una donación nueva y fundamental, una creación, de las que cambian el mundo de arriba abajo. De ahí la idea inicial de que el acto del "autor" es similar al de Dios, o incluso que el autor por excelencia es el autor de esa obra suprema, la "Creación". En otras palabras, la noción de autor insiste, si somos cuidadosos con su etimología, en [...] la función creativa. [...]

     

    2.1.2 ¿La escritura medieval como mera reproducción?

    Sin embargo, con el tiempo, la función creativa se asocia a una función de autoridad que se convierte en la función definitoria, por excelencia del auctor:

    En la Edad Media, los escritores reconocidos como auctores eran necesariamente antiguos y no podían asumir esta función de renovación del conocimiento: al contrario, eran los guardianes de un patrimonio ya construido y, por tanto, fijo. Su verdadero papel era el de ser instancias de legitimación, modelos que los deben imitar. Se crea una cierta circularidad - aparente, al menos -: un texto de valor en la Edad Media debe haber sido escrito por un auctor. Pero los auctores antiguos ya no escriben; los escritores medievales, contemporáneos de sus lectores, no pueden ser llamados auctores. ¿Cuál era el estatus de estos escritores contemporáneos en la Edad Media? ¿Cómo se llamaban a sí mismos? ¿Qué tenían derecho a escribir?

    De lo que acabamos de decir se desprende que el escriba medieval es visto, en primer lugar, como alguien que escribe a la sombra de los modelos, entendiendo la propia escritura medieval como un "manuscrito", es decir, según Daniel Poirion, como « una actividad, una producción que permanece unida a la mano que escribe, a través del brazo, al hombro de un "auctor" » (Poirion, 1981: 117).

    Gérard Leclerc diferencia entre la escritura como "reproducción manual del texto" y la escritura como "producción intelectual de un enunciado propio "(Leclerc, 1996: 75), lo que establece inmediatamente una diferencia entre "texto" y "enunciado", es decir, entre la letra del texto y el sentido del texto transmitido por el enunciado. De ahí las distintas posturas enunciativas. Sobre esta partición ("letra" frente a "espíritu") parece posible basar una categorización de los escritores, según que su campo de acción sea la "letra" o el "espíritu". Esta distinción reproduce, en cierta medida, la forma en que el hombre de letras medieval percibía la actividad de los diferentes escritores, según un modelo jerárquico que relegaba a los "escritores" de la "letra" al papel de ejecutores (actores), sometidos a la intervención fundadora y modeladora de los "escritores" del espíritu (auctores).

    Así encontramos, por un lado, al scriptor de la letra que se contenta con copiar el texto, reproducirlo y que es un simple ejecutor, y por otro lado, al scriptor a de la mente que modifica el sentido del texto, lo renueva, lo asemeja.

     

    3. La terminología disponible para dar cuenta de los papeles enunciativos

    Partiremos de los cuatro papeles enunciativos identificados por San Buenaventura, uno de los cuales -el de auctor- ya nos es bien conocido: "scriptor", "compilador", "comentarista", "auctor". Según Buenaventura, el scriptor escribe las palabras de otros sin añadir ni cambiar nada. Está al servicio del magister que le ordena "copiar", siendo la realización de esta tarea servil para él un medio apropiado para honrar el lugar que Dios le ha asignado en este Mundo, y por consiguiente, en la escala del conocimiento.

    El compilador elige y reúne diferentes textos, ensambla extractos, con diversos fines (pedagógicos, espirituales, intelectuales). Recordemos que la propia idea de "compilación" implica un acto de "reunión" de varios textos seleccionados. También implica la de "reproducir" un material ya constituido. El compilador se apoya, por tanto, en el trabajo de los guionistas que le precedieron y que hicieron posible su labor al reproducir los textos que ellos hicieron. En efecto, el compilador depende totalmente de estas "copias", de estas "reproducciones": por eso, visto como alguien que recoge el material de otros y no el suyo propio, se reconoce implícitamente, como el guionista, como alguien que escribe las palabras de otros, aunque a priori no se pronuncie directamente sobre la suspensión de su competencia enunciativa. El compilador está por encima del guionista en la jerarquía del conocimiento, ya que está "fabricando" algo.

    El comentarista entra en el texto pero exclusivamente para explicar, para expresar el sentido que ha percibido. La etimología de 'commentari' nos conecta con el lexema "mens", que significa 'mente'.

    El comentarista cuestiona el texto y propone respuestas. Estas respuestas, incluso cuando pretenden ser una repetición del original, una simple explicación que busca redoblar su sentido (amplificatio), son siempre, aunque sea en parte, sus propias interpretaciones.

    Por eso, según San Buenaventura, el comentarista escribe las palabras de otros y también las suyas propias, pero no expone su propia doctrina, lo que significa que lo que dice queda bajo la autoridad de otro.

    De hecho, a través del comentario autorizado, se trata de garantizar la conformidad con la verdad evitando cualquier deriva interpretativa. Esta exigencia de ortodoxia explica que el comentarista pueda ser percibido como un auctor en ciernes. Con una ambigüedad fundamental: no es nada fácil situar exactamente al compilador en esta escala, con el telón de fondo de estas dos preguntas formuladas por Michel Zimmermann: « ¿Cuáles son las palabras que designan la actividad creadora en la Edad Media? » (Zimmerman, 2001)

     

    4. La historiografía del siglo XIII y la imaginación semiótica: aclaración terminológica y conceptual

    Georges Martin propone que se distinga « d’abord nettement l’historien […] du théologien ou du maître » (Martin, 1997: 43). Si « l’humilité de […] statut [du moine], l’étroite surveillance dont il fait l’objet de la part de l’abbé ou du monarque, […] l’asservissent, en théorie, à la fonction de scribe » (Martin, 1997: 51), no puede decirse lo mismo del maestro o del teólogo, que pueden reclamar ambos una cierta libertad enunciativa, característica, si hemos de creer a Conrad de Hirschau, del estatuto de auctor. Consideremos los ejemplos de los dos "historiógrafos" más representativos de la historiografía prealfonsí: Lucas de Tuy y Rodrigo de Toledo, e intentemos caracterizar sus funciones y estatus.

    Conviene señalar de entrada que todos los comentaristas del De rebus Hispaniae[1] de Rodrigue de Toledo son unánimes en reconocer a éste como un "maestro de obras" que impone poderosamente su impronta sobre el material que toma de otros reelaborándolo. No es casualidad que Georges Martin se refiera a los escritos de Luc de Tuy, sin duda el "modelo" más inmediato de Rodrigue de Toledo, en términos de « effacement et de conviction, d’obéissance et de résolution qui coïncident dans un dévouement sans faille aux autorités » (Martin, 1992 : 259), mientras que para Rodrigue destaca "une extrême liberté de traitement et d’écriture" como la marca de una " personnalité sûre de sa science et de son talent " (Martin, 1992: 260). No es de extrañar que, frente a los textos fuente que manipula y aunque muestre una actitud de respeto hacia ellos, Rodrigue « les reprend le plus souvent de très haut, ajoutant, déplaçant, et surtout : imposant résolument sa lettre au texte qu’il prétend transcrire » (Martin, 1992: 259).

    De este análisis se desprende que, lejos de asumir el papel de guionista o compilador, Rodrigue, aunque sin duda "escribió las palabras de otros", eligió y reunió material que no era directamente suyo, parece ajustarse perfectamente a la definición de Conrad de Hirschau del auctor, que equivale a decir que también escribe sus propias palabras, lanzando así una mirada crítica sobre las de otros.

    A partir de esta posible fractura entre el "horizonte de sentido" que debe convocar el lexema "actor" y el universo de prácticas que se permite el "sujeto" que se designa de este modo, no es vano considerar que la "designación", a través de la función tópica que estaba llamada a cumplir, puede haber constituido un "cobijo" ideológico, una "posición de principio", más que una verdadera "asignación" que permitiera identificar los roles enunciativos que habrían estado involucrados.

    Considerando que no se es scriptor, compilador, comentarista... per se, sostendremos que los términos scriptor, compilador... se refieren no tanto a "sujetos" como a construcciones "racionales" de "figuras" que luego se interpretan, según las operaciones que han implementado, como figuras de actor o auctor.

    Esta posibilidad justifica plenamente nuestra decisión de postular, para la Edad Media, junto a la "función de auctor", definida principalmente como función autorizadora y legitimadora, una "función de autor" que, a su vez, debe entenderse como una función (re)-creativa, surgida del hueco de la condición de actor-escritor.

     

    5. Posición institucional, autoridad política y cognitiva

    Partiendo de la concepción enciclopédica del conocimiento de Alfonso, que, como cabría esperar, está en sintonía con la del Occidente del siglo XIII, trataremos de mostrar que la arquitectura teórica que la sustenta, cuyos fundamentos son obviamente "teológicos", sólo tiene sentido en relación con las extensiones políticas que admite tácitamente. Al construir este vasto sistema de "conocimiento", Alfonso X pretendía sobre todo demostrar la perfecta homología que existía entre la concepción "teofánica" del universo que dominaba el siglo XIII y la interpretación política que pretendía dar a este último. En este sentido, si Alfonso X es una excepción, lo es menos, nos parece, en virtud de la ambición totalizadora que rige la realización de su obra, que por la singularidad del modelo de autoridad en relación al cual se ordena y que pretende hacer del rey el único depositario de la autoridad legítima (sea espiritual, enunciativa, cognitiva, política). En este sentido, el problema que se plantea es el de la articulación de este modelo "concéntrico" de autoridad a los modelos existentes.

    En el sistema de pensamiento alfonsino, la primacía de la política sólo tiene sentido en relación con la conciencia metafísica de la unidad de un Dios que permite al hombre, mediante el ejercicio de la política, expresar la disposición de la naturaleza a la gracia. Por eso, en la obra de Alfonso, el "conocimiento práctico" tiene siempre lo que podría llamarse una "extensión teórica", cuyo objetivo es recordar, a partir de la perfecta homología entre el orden prescrito por el rey y el orden querido por Dios para el hombre, la singularidad del lugar de Alfonso en el universo.

    Este prólogo, que a primera vista parece una "traducción" de la de Rodrigue de Toledo, se desprende de su "modelo" en cuanto presenta la figura que "encargó" y "realizó" la obra.

    Es evidente que Alfonso X destaca, desde el principio, el esfuerzo de documentación sin precedentes que supuso la recopilación que es la Historia de España:

    Nos don Alfonsso, por la gracia de Dios rey de Castiella, de Toledo, de Leon, de Gallizia, de Seuilla, de Cordoua, de Murcia, de Jahen, et dell Algarue, ffijo del muy noble rey don Fernando et de la reyna donna Beatriz, mandamos ayuntar quantos libros pudimos auer de ystorias en que alguna cosa contassen de los fechos de Espanna[…]. (Alphonse X, 1955: 3)

     

    Es importante destacar que esta valorización de la subfunción de recaudador está estrechamente asociada al estatus "institucional" de un "principal" que no es sino el propio rey. Este último se afirma a la vez como "autoridad de mando" ("mandamos ayuntar") y como "autoridad de ejecución " (Alphonse X, 1955: 4) (leemos un poco más tarde "compusiemos este libro").

    La insistencia en el "estatus" es sobre todo un medio para que el monarca recuerde su natural vocación enunciativa. De hecho, es su autoridad institucional la que le permite un acceso fácil y, sobre todo, inigualable hasta ahora a la documentación "enciclopédica". Volvemos a encontrar la figura ya mencionada del rey, coleccionista por naturaleza de un conocimiento que luego está llamado a recibir y transmitir, con, además, la afirmación de esta posición dominante, manifestada sin ambigüedad en expresiones de valor absoluto como "quantos libros", "todos los fechos que fallar se pudieron"...

    Es evidente que el objetivo de Alphonse, al apoyarse en una calificación institucional, es definir a quienes tienen una verdadera legitimidad enunciativa. Es decir, todos aquellos que, como él, tienen autoridad institucional.

    Este corte marca la diferencia entre los discursos que tienen autoridad enunciativa legítima y los que no. También establece una diferencia entre el historiador como "hombre" y el historiador como "institución". De hecho, en el prólogo, Alfonso X procede a lo que parece una ceremonia de "investidura" del discurso histórico.

    La ambición enciclopédica alfonsina, como hemos dicho, sólo tiene sentido en relación con este problema de la redefinición de la autoridad "política" como autoridad tentacular que absorbe a todas las demás, y en particular a la autoridad cognitiva y enunciativa. En adelante, el rey no es sólo el que gobierna, sino también (y sobre todo) el que concentra en su persona estas diversas formas de autoridad.

    La atención prestada a la autoridad cognitiva, que se refiere, como hemos visto, a la dimensión metafísica del conocimiento como puerta de entrada a la sabiduría divina, es suficiente para explicar por qué la subfunción de colector se eleva a función cardinal. Es, en efecto, porque es capaz de combinar y, sobre todo, ordenar un vasto conjunto de conocimientos (de carácter enciclopédico) que Alfonso X puede hacerse pasar por "sabio" y reivindicar, al igual que los ministros de la Iglesia, la autoridad espiritual por la que es heredero directo y legítimo de la potestas divina. En estas condiciones, es fácil comprender que la aparición de la producción enunciativa alfonsí es inseparable de la existencia de talleres reales.

    Este enfoque crítico es esencial para comprender la forma particular en que los compiladores alfonsinos invirtieron el ritual histórico. La reivindicación alfonsina consiste en "mostrar" su propio discurso histórico emergiendo desde lo alto de una "torre de control", que no es otra que el taller real, percibido como lugar de acumulación, selección y ordenación crítica del conocimiento histórico dominante. Esta "hiper-auctoritas", correlativa a una concepción enciclopédica de la historia, vinculada a su vez al enfoque altamente crítico que hemos mencionado, es el resultado de una toma de posición en el ámbito de la historiografía castellana del siglo XIII.

    Puede parecer curioso, en este sentido, que un texto que se construye en torno a tal cuestionamiento y que pretende la "institucionalización" del discurso histórico, abandone la lengua de la institución, de la auctoritas por excelencia -el latín-, en favor de una lengua vernácula. ¿No deberíamos ver esto como una forma de hacer coincidir lo que el texto "dice" (estoy fundando una nueva autoridad) y lo que hace en su enunciación (estoy desafiando un viejo orden cuyo símbolo es el latín: estoy fundando un nuevo espacio textual dominado por el castellano)?

     

    BIBLIOGRAPHIE

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    Référence électronique
    Corinne Mencé-Caster, « Autor y autoría en la obra de Alfonso X », Conceφtos [En ligne], HS1 | 2022, mis en ligne le 30 mars 2022. URL : https://ameriber.u-bordeaux-montaigne.fr/fr/revue-conceptos/numeros-en-ligne/hs01-2022-alphonse-x/autor-y-autoria-en-la-obra-de-alfonso-x.html

     

     

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    NOTES

    [1] Rodrigue de Tolède, De rebus Hispaniae, in Juan Fernández Valverde (trad.), Rodrigo Jiménez de Rada. Historia de los hechos de España, Madrid : Alianza Editorial, 1989.

    Estos universos escriturales son dos: el de la escritura divina y el de los comentarios humanos que tratan de revelar a los hombres el sentido alegórico del texto bíblico oculto bajo su letra. De hecho, en el mundo del pensamiento medieval, se considera que el Creador divino ha "depositado" un significado en el texto bíblico, un significado que debe encontrarse debajo de la "letra". La distinción entre "letra" y "espíritu" planteada por San Pablo, y retomada por San Agustín, mediante la distinción entre "voluntas" y "scriptum", está en la base de la aventura espiritual del sentido. Si esto se basa en la letra, la letra es sólo el punto de partida, ya que es la lectura espiritual la que constituye el verdadero reto de cualquier empresa exegética. Esto es lo que se entiende por "sentido alegórico": el sentido espiritual que Dios quiere revelarnos. Pour citer cet article

    Tras el cierre del canon de los textos auténticamente inspirados, todo texto escrito sólo puede ser, por definición, una enunciación puramente humana, y por tanto, necesariamente, desfasada de la trascendencia de los textos bíblicos. El cierre del canon establece la ruptura irreversible entre las Escrituras y los comentarios, entre la Palabra de Dios y las declaraciones contingentes producidas por los hombres comunes. Por tanto, hay que entender aquí el importante papel de la Iglesia como única institución mediadora entre Dios y el hombre. Al establecer la lista de escrituras divinamente inspiradas, la Iglesia indicó que el Tiempo de las Escrituras había terminado. En adelante, toda la escritura sería humana y, por tanto, contingente. Al reconocer que la Sagrada Escritura, a través del Libro, significa a Dios de manera ejemplar, la Iglesia indicó al mismo tiempo que el tiempo de la lectura, y por tanto de la explicación exegética, estaba abierto. Entender el Libro Sagrado era, por tanto, captar el Discurso que Dios les dirige a los hombres. Es la revelación de la Sabiduría, que es en sí misma sabiduría revelada. Sólo por estar inscrita en la escritura, la Palabra divina se ha oscurecido: requiere ser descifrada, interpretada para poner al descubierto la verdad de su mensaje, pues permanece "oculta", indirecta, no accesible a primera vista. De ello se deduce que el pensamiento cristiano, que debe conducir a la Sabiduría, es por esencia interpretativo. La exégesis, es decir, el comentario, la glosa, constituye su aparato metodológico, su sistema de discurso.